13 de agosto de 2012

Un dieu sauvage

Hace unos días vi "Un dios salvaje", una película en la que tomaron cuerpo de manera efervescente e hilarante, pero progresiva, ideas acerca de los buenos usos y la cortesía protocolaria que ya se venían fraguando en mí desde la observación y la crítica de la "buena" educación occidental.

Se nos da un camino adecuado y se nos enseña una conducta apropiada, nos aducen a una amnesia en medio de un sucedáneo de bienestar y nos extirpan la curiosidad del mundo junto con la pasión de conocer. Si no hay preguntas, tampoco respuestas y, así, puedes elegir la que más te convenga aunque te engañes.

Sabemos que tenemos que taparnos la boca al bostezar, pero nunca se nos enseñó a escuchar a nuestros sueños ni a entender nuestras pesadillas.

Cada día queda muy cordial y civilizado decir compulsivamente por favor y gracias, pero nadie te explicó ni te guió hacia el significado bíblico de la máxima: "Pedid y se os dará". Tampoco te descubrieron el sabor del agradecimiento, ni la pureza psicológica de la generosidad.

Deja salir antes de entrar, cede el asiento a tus mayores, no eleves el tono de voz ni hables con la boca llena y serás alguien digno de vivir en sociedad. Parece razonable y hasta bueno pero se va fundiendo en una amalgama indistinguible de normas con valor humano y auténticas chorradas que homogéneas se integran en la cabeza del humano insubstancial para darle una ley que sigue insípidamente sin entender, que le recoge y le esconde, que le incluye y le normaliza ante los ojos de sus semejantes.

Reprime todos tus impulsos más básicos fingiendo en todo momento que eres capaz de controlarlos aunque te estén destrozando la mente por dentro. Si aún eres capaz de sonreír a un conocido nadie se dará demasiada cuenta.

Reír como un niño y hasta romper cualquier tensión, hablar más alto de lo que late tu corazón, decir lo que piensas,ser indiferentemente diferente, esquivar la presión de la reprobación ajena, bromear sobre cosas serias o, en definitiva, cualquier tregua a la vida es cosa de bohemios y maleducados.

Pero más que lo que se aprende, pesa lo que se sabe porque se ve, las mil barreras que se pone la gente para excusarse su infelicidad y esconderla de las miradas que la ignoran o que la quieren. Las fronteras y las aduanas que las personas se imponen porque están seguras de que no merecen la libertad del viento. Las pesadas anclas que hacen del mar un vano espejismo de eternidad.

Nos enseñan a pararnos y nos dejan que malgastemos toda nuestra vida en encontrar las razones de nuestro estatismo. Pero ¿quiénes? Lo más triste es eso, nadie, porque nadie puede si decides lo contrario o, más bien, lo alternativo. Nadie te puede separar de la vida si la eliges como camino y destino.

Aunque lo más peligroso y acaso lo que echa por tierra cualquier posible ínsula ventajosa en este mar de desventuras que nos marca cegarnos a lo establecido es que nos da mucho espacio para desarrollar a la sombra y fresco de su polvorienta figura toda clase de mezquindades, podredumbre y decadencia invisible y sabrosa. Invisible porque nuestra buena imagen la esconde y sabrosa porque cualquier cosa es preferible al agujero de la vida, al hastío. Podemos vivir tranquilos y aceptados, e, incluso adulados mientras nos corrompemos sin ojos que nos reflejen la luz oscura de nuestra estrella apagándose.

Yo continuamente veo tras el velo de la buena apariencia, enormes luchas de poder que bajo las normas establecidas tratan de derribar al contrincante desde sí mismo. Tira de la cadena, baja el cuello e inclínate, siéntete culpable, deja que te salve...deja que alimente mi ego animal sin pisar la línea de la mirada social, sin dejar huella ni garras.

Y así se veía en la película, dos parejas de padres que se reunían para solucionar la trifulca de sus hijos en la que uno de ellos le había roto la mandíbula al otro con un palo. Comienzan dialogando conciliadores, pero tras la tensión sutil y casi imperceptible al principio de la reunión en la que los padres de la víctima exigen a los del agresor una cesión, una inclinación, va desembocando con genialidad de los actores en una violencia psicológica desaforada que desnuda a todos los personajes desvelando que están podridos por dentro hasta un extremo insospechado desde las sonrisas y pretenciosa humanidad inicial. Una corrupción oculta tras la cortesía y que tan solo las concesiones crecientes a las tensiones reprimidas acaba desvelándoles, a ellos mismos, a sus parejas y a sus invitados.

Todos acaban afirmando que ese es el peor día de sus vidas, por ser el día en el que se abandonan a ver aquello en lo que se han convertido y que han aplastado bajo la presión de la apariencia interpretada y deslucida tras décadas de rendición y pérdida.

Con el tiempo suficiente uno aprende a discurrir naturalmente (o casi) bajo las corrientes del contexto social, a respetar los mandatos y las llamadas de la naturaleza para en lugar de cortarlas y sustituirlas poder regarlas y aportarles la luz necesaria para vivir una vida auténtica desde lo que realmente somos. No es ser lo que escuchamos sino escuchar lo que somos, respetarlo y evolucionarlo.

Eso son alturas a las que ni el Dios Salvaje llega, pero si tengo que vivir en tierras que en secreto adoran al dios salvaje yo prefiero sabanas con leones, que urbes de deformes y secretos monstruos. Allí por lo menos el Dios Salvaje es justo.